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Olor a gas
por María Gueçaimburu

–Últimamente siento olor a gas –digo, pensando en voz alta. No creo que ni a mi madre, de noventa años, ni a mi nieta, de tres, les interese el tema. 

–Mirá, Aba –así me llama mi nieta– mirá lo que hago. 

Pili, con una mano apoyada en el asiento del sofá y la otra en la mesa ratona, que es grande y firme, levanta los pies del piso, los mantiene en el aire y se balancea hacia adelante y atrás, hamacándose. 

–¡Pah! ¡Qué prueba difícil! –la estimulo.

–¡La verdad que sí! ¡Flor de prueba! –alienta mi madre que hace rato que está callada y parece estar en otro mundo–. ¡Yo no podría!

A Pili se le hincha el pecho de orgullo por su hazaña. 

–Claro, Bisa –responde, mientras saca todo el aire que había acumulado en los pulmones para seguir– yo puedo porque ya soy gigante, pero vos no podés porque sos muy, muy, muy gigante. Los muy, muy, muy gigantes no pueden hacer pruebas. Vos tenés que usar el palo.

–El bastón –la corrijo.

–El bastón –repite Pili, sin dejar de mirar a su bisabuela, mientras mueve la cabeza afirmativamente, con los brazos extendidos y las palmas de la manos hacia arriba, como quién refuerza lo explicado. 

El bastón está recostado contra una esquina del estar, como siempre, lejos de mi madre que se resiste a usarlo. 

Las dos nos reímos por las ocurrencias de Pili. 

–Tenés razón –dice mamá. Y como si hablara de lo mismo, pero ahora mirándome, agrega: –¿A gas?  ¿Tendrás una pérdida en tu casa?

Me alegro de que haya registrado el tema y lo traiga a la conversación. 

Estamos en la casa de ella, le llevo a Pili de visita, por lo menos una vez a la semana, porque sé que le alegra el día ver a la bisnieta. Nos sentamos en el estar, tratamos de mantener una conversación y Pili nos revolotea alrededor. Tomamos el té que Pili elige entre la variedad de tés que mamá guarda en la caja de madera con tapa de peltre repujado, y comemos las galletitas que a Pili le gustan. Mamá y Pili no paran. Mi madre siempre dice: “Yo estoy llena, recién terminé de almorzar”. Hace rato que almorzaste, le recuerdo. Ni bien tiene las galletitas adelante come una tras otra hasta que se las aparto y le digo: “Ya fueron suficientes”, y ella protesta: “Otra que controla lo que como. ¡Si yo no como nada”! ¿Quién más te controla?, la pongo a prueba, aunque ya sé de quién está hablando. Éste, dice mamá moviendo los brazos al aire, como si “éste” estuviera alrededor de ella. ¿Quién es éste?, la sigo incitando. ¡Éste!, repite, disgustada, y se golpea la pierna, hasta que al final le sale: “Tu hermano”. 

Pero volvemos a la conversación, como si el episodio de las galletitas –que es rutina– no hubiera existido

–No, no, desde hace un tiempo siento olor a gas en cualquier lugar y bastante a menudo –digo. Lo siento cuando no hay otro olor notorio. En mi casa, por ejemplo. Yo no siento olores en mi casa, a no ser que alguien esté cocinando o pase algo raro. Los otros, los olores de todos los días, ya los llevo incorporados. ¿A vos no te pasa?

–¡Claro! Ya ni siento el olor de mi cuerpo –dice mamá, que agarra una punta de la  remera y se la lleva a la nariz, y cambia de tema, aunque, pensándolo mejor, no sé si es exactamente un cambio de tema, o una buena asociación–. No sabés lo que me pasó hace un rato. Fue horrible; me asusté. De repente, no sabía con quién estaba. Dice tu hermano que era con él, pero no lo reconocí. Miré a mi alrededor y no sabía adónde estaba. Pero no fue sólo eso, lo peor es que no sabía quién era yo. Es terrible no saber quién es uno mismo. Un mundo desconocido me rodeaba y me incluía. Él dice que fue solo un momento, pero para mí fue una eternidad.

–Mamá –le digo, agarrándole las manos ásperas y de venas abultadas, y moviéndoselas para que me mire–. Ya pasó, ya estás bien.

Puedo ver el miedo en sus ojos, y me pregunto si ella podrá intuir la tristeza en los míos. Seguro que sí, porque cambia el tema:

–Pero lo del olor a gas tampoco es raro. Fijate que yo siento olor a…– Sus ojos se mueven inquietos, hasta que queda mirando hacia arriba. 

Por un momento creo que intenta meter los ojos en el cerebro, para ordenar la danza loca y desobediente de las neuronas, que no logran conectarse para encontrar las palabras.

–¿A qué, mamá? 

–¿A qué, qué? –pregunta y vuelve a mirarme.

–¿A qué sentís olor? Me lo ibas a decir.

– Sé a qué siento olor, pero se me escapan las palabras. Es como con los nombres. Por ejemplo, si me preguntás quién nos regaló ese cuadro –y señala una marina en tonos amarillos y ocres– yo sé quién fue, tengo la imagen de él en la cabeza, y me parece que tengo el nombre también, pero cuando lo voy a decir, desaparece.  

–Mirá, Aba, cómo juego a la rayuela.

La miro. Eso se lo enseñé yo, pero nunca le dibujé una rayuela, en nuestro código, jugar a la rayuela es saltar en un sólo pie. Pili lo hace una sola vez, después sigue avanzando siempre con el mismo pie adelante como si fuera a saltar en él, pero nunca despega el de atrás del piso.

–¡Muy bien! –le digo, riéndome. 

–¿Viste qué bien que me sale? –dice Pili, satisfecha–, es que soy una genia jugando a la rayuela. 

–¡Eso tampoco puedo hacerlo yo! –dice mamá, seria, como si se lo cuestionara de verdad.  

Pili, que ahora come una galletita, niega con la cabeza, dándole la razón. La galletita es redonda y ella le da pequeños mordiscos, mientras la va girando para mantenerle la forma. Mamá estira el brazo para agarrar una, y hago de cuenta que no la veo.  No se lo voy a facilitar, pero si la alcanza no la voy a rezongar de nuevo, al fin y al cabo, qué le puede hacer una galletita más. 

–Bueno, ya va a aparecer, mami. Cuando lo sientas me lo decís–. Mamá me mira desconcertada–. El olor que sentís, cuando lo sientas me decís a qué es –le aclaro, antes de que me pregunte de qué estoy hablando.  Pero para mi asombro la escucho decir:

–¿Sabés que el gas natural no tiene olor? Le agregan algo… esperá, esperá, ¡mercaptano!, para que cuando haya una pérdida la gente lo note. 

–¡Bien, mamá! ¿Cómo te acordás de eso?

–A mí me habría gustado ser química farmacéutica, pero lo descubrí muy tarde–. Pienso que eso la va a poner triste, pero no, queda contenta con el reconocimiento y pone la misma cara de satisfacción de Pili cuando le dicen que hace algo bien. 

–Lo que menos me gusta de este olor es que es frío, ¿sabés?  No me preguntes cómo un olor puede ser frío, pero éste es. Entra por la nariz y se me instala en la punta, del lado de adentro. El olor se queda ahí, pero el frío me recorre todo el cuerpo, me estremece, y demora rato en irse de la punta de los dedos de las manos, que hasta blancas me quedan, y de los dedos de los pies. Cuando sale es aire frío, ya sin olor, pero tan frío como cuando entró–. Voy gesticulando mientras describo el recorrido del aire que tiene el olor a gas. Me toco la punta de la nariz, abro y cierro las manos y golpeo el piso con los pies, como si quisiera desprenderme de algo. Pili se ríe y me imita. 

–¿El olor te queda adentro? ¡Ay, hija! Es un poco... es un poco... da miedo, ¿no? Tan frío... Los gases no son buenos. No conozco ningún gas que sea bueno, serán necesarios, pero buenos, no. ¿No tendrías que ir a un médico?

–¿Y qué le digo a un médico? ¿Que siento un olor que nadie más siente, y que además es frío? 

–Tenés razón, yo a mi médico no le digo que siento olor a huevo podrido.

–¡Ah, era ése tu olor! 

–¿No te lo había dicho? Hace rato que lo recordé. Lo que pasa es que no me gusta hablar de eso, porque no sé si es a huevo podrido o a azufre. Dicen que el del azufre es el olor del diablo. Lo que necesitamos es una bruja que nos saque estos olores.

–¿Una bruja? –pregunta Pili, abriendo los ojos todo lo que puede, que no es mucho porque los tiene bien rasgados; chinita, le dice mi hermano. 

–No hagas caso, Pili, estamos hablando de una bruja de mentira –la tranquilizo– ¡Mamá, no te toques más el pelo! –le grito, cuando me doy cuenta de que se ha agarrado un mechón, separa de a un cabello y se lo arranca. Es algo que hace usualmente, y por lo que recibe rezongos de todos los que la rodean. En seguida suelta el pelo, baja las manos y pone cara de niño que ha sido atrapado haciendo una travesura. 

–Tu hermano dice que por cada uno que me arranco, se me escapa una neurona –se ríe.

–¡Ah! –dice Pili, que parece recordar algo de repente y sale corriendo hacia la mochila que trajo de su casa. Vuelve con un libro en la mano–. ¿Me lo leés, Aba? –me dice– pero no me leas las hojas donde aparece el lobo, porque los lobos me dan miedo. 

Pili se acurruca a mi lado, le paso el brazo por atrás de la espalda y la arrimo aún más. El libro queda sobre la falda de las dos. En la tapa hay un lobo dibujado, erguido como si fuera un hombre, y vestido con un short con tiradores, da más la impresión de ridículo que de malo. Leo el título: Las andanzas del lobo Beto.

–¡Abrí el libro rápido, Aba! ¡No quiero ver al lobo! –Pili suena angustiada, pero se aparta los rulos que le caen sobre los ojos para poder ver mejor lo que no quiere ver.

Obedezco y en la primera página de la izquierda hay una gallina, una oveja y un conejo, todos muy juntitos. Antes de comenzar a leer le comento a Pili lo lindos que son esos animales, parecen amigos. Pero la mirada de mi nieta va directo a la página de la derecha donde está el lobo agazapado atrás de unos arbustos, espiando a los amiguitos. 

–¡Pasá, pasá, ahí está el lobo! –Pili se abalanza sobre el libro para dar vuelta ella la página.

–¡Ay, no! –exclama mi madre– ¡se los va a comer! –y se tapa la cara con las manos.

–Mamá, vos ni siquiera estás viendo el libro –le digo, haciéndole señas con la cabeza para que no asuste más a Pili.

–¡No necesito ver nada, me lo imagino! –se queja mamá, sin entender ninguna seña–. ¿Ves? Ahora siento el olor al diablo. La maldad se huele.

–¿Por qué le tenés miedo al lobo? –le pregunto a Pili, tratando de que los comentarios de mi madre pasen desapercibidos.

–Porque está en el bosque así –dice, mostrando los dientes, y con las manos en forma de garras–. ¡De la boca le sale humo! Y todo está frío y oscuro. 

–¿Y vos cómo sabés eso?– le pregunto, intrigada. 

–Porque, porque, porque– repite Pili como si no pudiera arrancar –una vez me desperté, papi y mami estaban mirando una película y justo vi cuando aparecía el lobo. Mami también le tiene miedo a los lobos; se tapaba los ojos para no verlo. ¡Si viene el lobo me va a comer! Se come a todos –responde Pili muy segura–. ¿Vos también le tenés miedo a los lobos? –pregunta, ahora mirando a su bisabuela.

–¡Claro! –responde mi madre, también muy segura–. A los lobos y al diablo.

–Nunca vi un diablo. ¿Es malo también? ¿Puede venir? ¿Qué nos puede hacer? –El tono de Pili es cada vez más temeroso. 

–¡Basta! –grito para poner fin a la conversación que se le está yendo de las manos–. Acá no va a venir nadie. Ningún lobo, ni diablo, ni nadie malo. Esas cosas sólo pasan en los cuentos, son de mentira. 

Ya está oscureciendo, pero no hemos prendido la luz. 

–¿Ya está un poquito de noche? –pregunta Pili–. Yo, de noche, tengo que ir a casa, papi y mami deben estar esperándome para bañarme. 

–Sí, corazón, ya te llevo –le respondo, sin dejar de abrazarla, y dando por terminado el tema. Pero Pili insiste: 

–¿Y vos, Aba, a qué le tenés miedo? 

 Miro a mi nieta y siento el deseo de que no crezca, de que mantenga esa inocencia con la que me está mirando en ese momento. Levanto la cabeza y veo a mi madre que también espera atenta la respuesta. Los ojos de mamá no brillan como los de Pili, un leve manto los cubre y los opaca, pero aun así se les adivina una mirada inocente, igual a la de su bisnieta.

Suspiro y cuando tomo aire siento el horrible olor a gas que va directo a la punta interna de la nariz. Por unos momentos retengo ese aire frío que comienza a recorrerme todo el cuerpo, se me mete en la sangre, me invade, se instala en la punta de los dedos de las manos y los pies, siento una leve taquicardia, tal vez se me esté congelando el corazón, pienso. Hago lo mismo que Pili, me detengo y observo lo que me da miedo. Me apuro a deshacerme de él, tan rápido como Pili cambia de página, o mi madre olvida de lo que está hablando, y con la exhalación, casi congelada, balbuceo:

–Ahora que lo pienso mejor, yo también le tengo miedo a los lobos.

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