Las injusticias siempre están a la mano cuando se habla de literatura. De pique, este artículo parte de una que es inmensa e insalvable: la de querer categorizar a una región tan heterogénea, intensa y contradictoria como Latinoamérica en una suerte de estado de situación literaria común. Eso es imposible, y estaría bueno dejarlo claro desde el comienzo. En un territorio atravesado por la multiplicidad de voces y distancias gigantes entre los países —en todos los rubros—, caer en reduccionismos parece inevitable. Sin embargo, hay algunas cosas a las que podemos aferrarnos.
Para empezar, sí podemos decir que la literatura creada en esta parte del mundo tiene, en la consideración mundial actual, un lugar de privilegio. Los autores de la región están siendo traducidos de forma masiva, las adaptaciones cinematográficas se suceden, los títulos firmados por latinoamericanos ocupan las shortlists de los premios más importantes del mundo, e impera la sensación de que lo nuevo, lo realmente nuevo, parece estar emergiendo entre México y Tierra del Fuego.
Por otro lado, podemos aventurar ciertas líneas temáticas comunes, espacios de creación donde los autores buscan y encuentran sus historias. En ese sentido, y como la cantidad de títulos que se publican parece ser cada vez mayor, lo que esta nota intentará hacer será establecer una suerte de guía para el lector: cinco bloques temáticos para entender a grandes rasgos de qué se está escribiendo en nuestro continente, y a qué autores, dentro de esos segmentos, hay que seguir o al menos prestar atención.
Horror latino
En los últimos años, uno de los géneros que más (y mejor) creció en los países latinoamericanos fue el terror. O el horror. O aquello que, entendido bajo determinados códigos preestablecidos por el género, habla de lo que nos pone los pelos de punta. Claro, no estamos hablando solo de fantasmas, que los hay: en Latinoamérica el miedo a veces toma otras formas más descarnadas, más cercanas, más crudas también.
Como punta de lanza está la argentina Mariana Enriquez. Discípula de Stephen King y adoradora de Nick Cave, Enriquez es un bastión del género a nivel mundial. La novela Nuestra parte de noche —a juicio de quien escribe, uno de los títulos más impresionantes que se publicaron en estos lares en los últimos años— la posicionó a la cabeza internacionalmente, y abrió las puertas de millones de lectores a sus historias. En ellas une las manifestaciones más clásicas del género —fantasmas, aparecidos, vampiros y demás— con las pulsaciones históricas y sociales de un continente que tiene sus propios demonios enquistados. Enriquez acaba de publicar un nuevo libro de cuentos, otro de los registros en los que se consolidó como reina: se titula Un lugar soleado para gente sombría.
Ella, de todos modos, no está sola: más mujeres han tomado la posta de lo sórdido, lo abyecto y lo horroroso, y lo han transformado en su metier. Entre las mejores están las ecuatorianas Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero, y la mexicana Fernanda Melchor. Las dos primeras trabajan sobre la idea del cuerpo, la experiencia de la mujer y un terror que se desprende del costado más repulsivo del patriarcado. La mexicana, por otro lado, explora el impacto de la violencia que corre por las arterias de su país, y si bien se mantiene algo más alejada de los fenómenos paranormales —lo suyo es más terrenal—, nadie puede objetar que sus novelas Temporada de huracanes y Páradais hielan la sangre.
Los paisajes venideros
Desde este costado del mundo también se mira a lo que viene. Al futuro. O se especula con ello. Porque si se habla de género, la ciencia ficción y sus múltiples derivados tienen un lugar en la literatura latinoamericana desde hace décadas, y hoy mantiene exponentes claros.
Dos de ellos son uruguayos, aunque solo uno dedicó su abundante obra a cultivar el weird y la ficción especulativa, entre otras subdivisiones del género: se trata de Ramiro Sanchíz. Lo último del uruguayo es Un pianista de provincias, una de sus novelas más accesibles para quienes no estén tan familiarizados con este tipo de narrativas, y un adoquín más de su proyecto Stahl, que ya incluye más de diez títulos.
Del otro lado está Fernanda Trías, que con Mugre rosa se colocó hace ya un par de años como la escritora uruguaya más internacional del momento. Un éxito que cruzó fronteras y le dio varios premios, Mugre rosa es una novela que se puede leer en clave pandémica pero que va más allá: una ciudad muy parecida a Montevideo colapsa ambientalmente y sus personajes deben navegar paisajes físicos y psicológicos con cuidado.
Para quienes decidan zambullirse todavía más en lo que una crisis ambiental del futuro podría deparar, el argentino Michel Nieva tiene una propuesta: La infancia del mundo. Extremo, sangriento, tan violento como poético, la novela de Nieva es pura diversión pero también teoría, sustento y amor por el género y los maestros como Philip K. Dick y J. G. Ballard.
La raíz familiar
Hace un tiempo se puso de moda decir que la autoficción estaba de moda, como si ese ejercicio, el de utilizar la vida propia de forma total o parcial para construir historias de ficción, no formara parte de la literatura desde siempre. Lo cierto es que en Latinoamérica hoy esa corriente, por llamarla de alguna manera, está viva y tiene exponentes poderosos. Me gustaría quedarme con dos representativos por su pulso literario y porque, en más de un aspecto, se colocan en puntos opuestos del mapa: el argentino Mauro Libertella y el guatemalteco Eduardo Halfon.
El primero casi que ha documentado su vida bonaerense en buena parte de su obra, y lo ha hecho a partir de puntos de inflexión: en Mi libro enterrado habla sobre el alcoholismo y muerte de su padre, el también escritor Héctor Libertella; en Un invierno con mi generación explora sus años de juventud; y en el más reciente, el fascinante Un futuro anterior, esboza los trazos de su propia historia sentimental en una novela descarnada, reflexiva y muy bella.
Halfon, por su parte, también juega con los retazos de su vida, pero contrapuestos con la ficción más pura. Él escribe sobre un Halfon que es él, pero a la vez no. Su obra, compuesta de libros muy breves y complementarios, es un juego permanente de máscaras. Lo mejor que ha hecho hasta ahora está en El boxeador polaco, Duelo y Signor Hoffman.
Estos dos autores se fijan en los vínculos cercanos, sobre todo los familiares, a partir de la exploración de sus vidas atravesadas por la ficción. Pero si abriéramos la cancha en esta temática, en lo que refiere al retrato de las familias y sus pequeñas constelaciones internas, no dejaría de sumar al chileno Alejandro Zambra —quizás uno de los mejores escritores en español del momento—, al argentino Patricio Pron y a la uruguaya Inés Bortagaray —cuyo universo narrativo trasciende las páginas y se cuela en el cine con su faceta de guionista—. Del primero, Poeta chileno y Bonsái aparecen como los obligados. De Pron, su última novela es maravillosa: La naturaleza secreta de las cosas de este mundo. De Bortagaray, el precioso Cuántas aventuras nos aguardan.
La tradición y el entorno
Así como las familias delimitan espacios para que la literatura se desenvuelva, en la región, principalmente en el Cono Sur, la naturaleza también hace lo suyo. En el último tiempo, la literatura más “provincial” ha saltado al primer plano y ha hecho que determinados paisajes usualmente secundarios para una tradición literaria más citadina cobren un protagonismo central.
En esa “descentralización” de la escritura, Argentina tiene, por ejemplo, una de las principales exponentes: Selva Almada, que con su trilogía El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río le dio más cuerpo a la geografía principal de la ficción de ese país. Las tres novelas están atravesadas por la violencia y la fuerza de su entorno, ya sea la pampa interminable y desértica, o la humedad de las tierras de los ríos.
Esto también se puede encontrar en autores como el también argentino Federico Falco (Los llanos, Cielos de Córdoba), el chileno Diego Zúñiga (Tierra de campeones) y hasta de este lado del Río de la Plata: el interior uruguayo refulge en los cuentos de Rosario Lázaro Igoa, en las historias de Damián González Bertolino, en la obra de Luis Do Santos y en la huella que uno de los mejores escritores uruguayos está dejando con cada nuevo título: Gustavo Espinosa.
Nuevos raros
Al final, las normas se quiebran. Porque siempre hay espacio, en la literatura, para correr los bordes un poco más allá.
En el principio, la localía: Diego Recoba y Nicolás Alberte son las últimas adiciones al catálogo de uruguayos que intentan, en cada nueva entrega de su obra, delimitar nuevas fronteras para su escritura. En el caso de Recoba, su último libro se titula El cielo visible y es un ejercicio de reconstrucción histórica-ficcional que se desborda en personajes estrafalarios, tramas superpuestas y un torrente metaliterario que no descansa. Y que fascina. Recoba es, sin duda, de los autores uruguayos más interesantes del momento.
La aparición de Alberte en el mapa nacional, por su parte, tuvo “aroma” a nuevo desde el principio. Desde el maximalismo de Te odio, eternidad, hasta la forma en que subvierte las reglas del género negro en Amantísima, cada zambullida a su escritura da cuenta de un interés palpable por no recorrer caminos preestablecidos.
Pero si se abren las fronteras, de estos osados, los “nuevos raros” por llamarlos de alguna manera, hay más. Me quedo —porque el espacio es finito y el tiempo para leer también— con tres: la peruana Gabriela Wiener, el chileno Benjamín Labatut y la argentina Gabriela Cabezón Cámara.
De los tres, Wiener es la que puede descolocar más, y lo hace sobre todo porque en algún punto convierte a la escritura en un arte performático. Ella juega con su propia historia de vida a partir de sus experimentos con la sexualidad (Sexografías), la tamiza con ejercicios de descolonización histórica (Huaco retrato), entrevista a sus vínculos cercanos sobre ella misma (Dicen de mí) y ha generado, con todo esto y más, una suerte de narrativa indisociable de su firma.
En el caso de los dos últimos, la ruptura con las convenciones llega por la recuperación histórica: Cabezón Cámara, si bien tiene una obra que transita lugares más reconocibles, explotó como autora con Las aventuras de la China Iron, en donde reescribe el Martín Fierro, pilar de la literatura argentina. En Las niñas del naranjel, su última publicación, mantiene el tono que la hizo calificar en algunos de los premios más importantes a nivel mundial.
Labatut, en tanto, se ha convertido en una suerte de best-seller improbable. Un verdor terrible y Maniac, sus títulos más célebres, se transformaron en verdaderos fenómenos masivos de lectura, y lo hicieron llevando la novela histórica —en el caso de este autor, siempre vinculado al mundo de la ciencia y los científicos— a parajes insospechados y cotas literarias destacadísimas. Ambos libros son impresionantes. Y su autor ya ha sido canonizado: juega en las ligas más importantes, se gana el aplauso de la crítica y se metió en las bibliotecas del mundo.