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Entre la hospitalidad y el arraigo: pensar la inmigración desde Lavapiés
Por Magdalena Reyes Puig

Entre la hospitalidad y el arraigo: pensar la inmigración desde Lavapiés

Por Magdalena Reyes Puig
Licenciada en Filosofía y Psicología

Hay una diferencia sutil —pero decisiva— entre pasear como turista por una ciudad y habitarla, aunque sea por un tiempo breve. Instalarse transforma la forma de estar en un lugar, permitiéndonos habitar el tiempo de otro modo, salir del apuro, afinar la mirada. La fugacidad cede paso a una atención más presente, capaz de registrar los detalles y ritmos invisibles que circulan por el espacio y le dan sentido. No se trata de ver monumentos ni de tachar sitios en un mapa, sino de dejar que el ritmo cotidiano del lugar se asiente en el cuerpo y el alma. Durante diez días viví así en Madrid, alojada en un piso en Tirso de Molina, donde el histórico barrio de Las Letras se fusiona con el castizo Lavapiés. Esa plaza plagada de tabernas y puestos de flores, donde la tradición literaria española dialoga con lo multicultural y lo migrante, fue mi punto de partida cotidiano. Caminar por Lavapiés es recorrer un mapa humano lleno de texturas: aromas que cambian de esquina en esquina, lenguas que conviven sin mezclarse del todo, paredes con grafittis, proclamas y poesía. Es un barrio con alma, que late entre lo alternativo y lo tradicional, lo cool y lo under, lo festivo y lo frágil. 

Y sin embargo —o justamente por eso—, también es un lugar donde se perciben tensiones sutiles. Hay algo que flota en el aire, una especie de vibración incómoda que se hace más nítida cuando una escena irrumpe y desgarra el telón cotidiano. En mi caso, fue un video que circuló en las redes sociales, grabado a metros de donde yo caminaba horas antes: la emblemática plaza Nelson Mandela estallaba en gritos, forcejeos y sirenas. Imágenes que se abrían paso entre el calor del mediodía como una herida inesperada. Vecinos de siempre, esos que conocen el barrio como se conoce una casa vivida, hablaban de pisos ocupados, de ventas furtivas en las esquinas, de una vida cotidiana que sienten cada vez más perdida.  Pero también estaban los balcones, con sus banderas colgadas como súplicas o declaraciones: “Ningún ser humano es ilegal”, “Derecho a migrar”, “Lavapiés es de todos”. Y ahí, en ese cruce de gritos, miedos, deseos y proclamas, comprendí que el barrio no es uno sino muchos, que se superponen, se abrazan, se rozan, pero también, a veces, se desacomodan y rivalizan. 

Me sentí atravesada por esa ambigüedad. Por un lado, la evidencia de que muchas personas llegan a Europa huyendo del hambre, de la guerra, de la falta de horizonte. Por otro, la comprensión del malestar de quienes sienten que el barrio que habitaron toda la vida ya no les pertenece, que sus costumbres, sus ritmos, su forma de vivir se han ido transformando sin prisa ni pausa. 

No se trata de buenos y malos, ni de victimas y victimarios. Se trata de lo humano, demasiado humano, al decir de Nietzsche. De la dificultad de convivir con la diferencia. De la tensión constante entre la responsabilidad de ser hospitalarios y el deseo legítimo de preservar lo propio. Esta experiencia —vivida no desde la teoría, sino desde el cuerpo, desde la calle, desde la experiencia directa— me llevó a preguntarme: ¿cómo acoger al otro distinto sin que se disuelvan esos pequeños mundos que nos sostienen? ¿Cómo responder al deber ético de la hospitalidad sin que el tejido sutil de gestos y costumbres que nos da arraigo y sostiene nuestra identidad se vea amenazado? 

Pensar el fenómeno de la inmigración requiere abrirse a una tensión que no se resuelve fácilmente. Por un lado, la exigencia ética de acoger al otro en su vulnerabilidad; por otro, la necesidad de preservar aquello que nos enraiza: nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestros modos de convivencia. Dos filósofos del siglo XX, Emmanuel Levinas y Simone Weil,  nos ofrecen miradas complementarias, pero no siempre conciliables, sobre esta tensión.

Para Levinas, el punto de partida es siempre el otro, en su irreductible alteridad. El rostro del otro —dice— me interpela antes de cualquier ley o contrato. Su sola presencia me obliga. La ética no nace de principios abstractos, sino de ese encuentro directo y desnudo con el rostro que sufre, que pide, que reclama ser acogido: “El rostro del Otro en su desnudez es lo que me prohíbe matar”, escribió en Totalidad e infinito. 

Acoger al otro es, según Levinas, el fundamento mismo de la ética. No se trata de evaluar si el otro merece o no hospitalidad: la demanda está antes, es anterior incluso a la justicia. La hospitalidad es infinita, incondicional, aunque nos incomode, aunque amenace nuestro orden. En su pensamiento, la humanidad se juega en esa apertura radical hacia el otro en su alteridad.

Simone Weil, por otra parte, reconoce otra dimensión igualmente humana: la necesidad de arraigo. En su obra La necesidad de raíces, sostiene que la pérdida del enraizamiento —de la pertenencia a una tierra, a una cultura, a un entramado simbólico— produce un sufrimiento profundo y una desorientación peligrosa: “El arraigo es quizá la necesidad más importante y más ignorada del alma humana.” 

Para Weil, todo ser humano necesita sentirse parte de una continuidad, de un lugar donde sus gestos tengan sentido, donde las costumbres no sean reemplazadas abruptamente por otras. El desarraigo —sea el del que migra, sea el del que ve alterado su mundo sin comprenderlo— es una forma de violencia. Y por eso, cualquier hospitalidad que ignore esa necesidad puede resultar tan vana como destructiva. No basta con abrir las puertas al otro: hay que cuidar también los hilos que nos sostienen.

El contraste es claro: Levinas pone el acento en la responsabilidad infinita frente al otro; Weil, en la responsabilidad hacia lo propio, hacia la comunidad que da sentido a nuestra vida. Uno mira el mundo desde la herida de quien llega; la otra, desde la herida de quien puede perder su lugar. Ambos, sin embargo, parten de una misma raíz: la fragilidad humana.

¿Puede haber una hospitalidad que no devenga violencia? ¿Una apertura al otro que no implique la pérdida de los fundamentos sobre los que se sostiene nuestra sensación de pertenencia y los hábitos y valores que dan sentido a la vida? Tal vez la clave no esté en elegir entre uno u otro, sino en sostener la tensión entre ambos: acoger sin diluirnos, preservar sin excluir al otro distinto. 

La inmigración no es solo un fenómeno social o político. Es, ante todo, una experiencia profundamente humana. Nos confronta con el rostro del otro, pero también con nuestras propias raíces. Nos exige hospitalidad, pero también nos recuerda cuán frágil puede ser el tejido que nos sostiene y contiene.

Lo viví en Lavapiés, caminando sus calles y escuchando sus murmullos. Vi los rostros de quienes llegan buscando una vida mejor, y también las miradas de quienes temen perder la suya. Ninguna es ilegítima. Ambas son expresión de una vulnerabilidad compartida: la del que busca refugio, y la del que necesita preservar su mundo.

Levinas nos recuerda que el otro nos obliga, nos llama, nos despierta de nuestra indiferencia. Weil nos advierte que sin raíces, el alma humana se desorienta y pierde sustento. Entre ambos, se abre un espacio de tensión fértil que nos obliga a preguntarnos y reflexionar ¿cómo dejar entrar al otro sin sentir la amenaza de la pérdida de las raices que nos afirman en la vida? ¿cómo preservar nuestra cultura e identidad sin rechazar al otro, distinto, que nos reclama ser acogido?

Quizá la clave esté en aprender a habitar ese conflicto sin apresurarse a resolverlo. En aceptar que no siempre habrá armonía, pero sí puede haber respeto. Que no todos los mundos pueden fusionarse, pero sí convivir con dignidad. Y que, tal vez, la verdadera hospitalidad no consista en renunciar a lo propio, sino en saber abrirlo, por un momento, al paso incierto de la alteridad.


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