AUNQUE SEA, UNA PARTE DE TI
Por Pablo Concari
Aún hoy recuerdo las clases de literatura de cuarto año que dictaba el profesor Abreu. Todavía tengo presente cuánta emoción y erudición transmitían aquellas clases, sobre todo las de la Ilíada y la Odisea. Recuerdo el terrible enfrentamiento entre Héctor y Aquiles. Y hasta podría recitar pasajes de cuando Príamo va a la tienda de Aquiles a rogar por el cuerpo de su hijo muerto para poder sepultarlo con honores. Esto no es por mi memoria, que ya empieza a flaquear, sino por la forma magistral en que el profesor Abreu nos transmitió dichos pasajes.
Me parece verlo con su trajecito gris oscuro, la corbata negra, un poco encorvado y con unos pocos pelos blancos, de hablar lento con voz grave, como de fumador. De mirada triste y pocas sonrisas, parecía un caballero inglés pretendiendo enseñar los clásicos a una sarta de energúmenos que entendíamos poco y sentíamos menos.
El pasaje que más me emocionó fue precisamente ese, cuando Príamo humillándose hasta lo imposible le ruega el mezquino Aquiles que le devuelva el cuerpo de su hijo Héctor. “Pero respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos.”. Así habló Príamo, así nos lo leyó el profesor Abreu. En la clase no voló una mosca, tal la tensión dramática que logró crear el maestro. Pero un detalle llamó mi atención, estando sentado en la primera fila alcancé a ver en el rostro emocionado y un poco rosado del maestro, lágrimas que bajaban por sus mejillas y que él rápidamente secó con un pañuelo. En aquel momento no le di importancia, me faltaba vida y sentimientos para aquilatar el momento.
Muchos años después me crucé en la calle con un excompañero de liceo, nos abrazamos y recordamos viejos tiempos, los amigos, las anécdotas, de quién sabíamos algo de su vida después de 25 años. Y recordamos precisamente al profesor Abreu, a sus clases magistrales.
–Nunca me voy a olvidar –le dije-– la clase de la Ilíada, que nos leyó con su voz gruesa cuando Príamo va a rescatar a Héctor.
-–Pah, ¿te acordás? ¡Que espectacular esa clase!
-–¿Sabías que el viejo lloró al relatarlo? Yo lo vi porque estaba adelante, casi nadie se dio cuenta.
–No, no me di cuenta –me contestó mi amigo– pero no me llama la atención. Ese canto toca muy de cerca una situación personal que vivió el propio Abreu.
Puse cara de extrañeza y de no saber nada.
–Su hijo no vivía con él, vivía con la madre en Argentina y había nacido allí. Hizo la colimba y terminó en Malvinas. Lo mataron en Monte Longdon sobre el final de la guerra. Fue el mismo Abreu que tuvo que dar mil vueltas y trámites burocráticos para recuperar el cuerpo y enterrarlo en el panteón familiar. Por eso lloraba el viejo, sabía lo que era perder un hijo.
Me quedé mudo de tristeza, y nos despedimos con mi excompañero, nos abrazamos y me dijo:
–¿Te das cuenta que el tipo revivió en nuestra clase esos momentos terribles? Habrá pensado que él como Príamo estaba dispuesto a todos los dolores, a todas las humillaciones por su hijo muerto, para recuperar, aunque fuera, apenas una parte de él.