Por las noches, cuando el silencio ha ganado la casa y todos duermen, me gusta recordar esa etapa de mi juventud cuando lo conocí.
Me parece verlo, ya anciano, con su paso ágil y silencioso, golilla, bombacha y alpargatas viejas, en invierno y verano apenas una camisa y si acaso un chaleco. Amargueando en la cocina de la estancia, al lado del fuego, él mismo oliendo a humo y tabaco. Tenía ojos grises, vivaces, alertas en su aparente melancolía, siempre silbando bajito. Apenas sonreía cuando algo le llamaba la atención y casi no hablaba más que unos sonidos guturales casi indescifrables. Como decimos ahora” pegué onda” con Regino desde un comienzo, yo apenas un adolescente que iba a pasar vacaciones al campo de un tío y él un paisano entrado en años que hacía 20 años no salía de la estancia. Me contaron que fue alcohólico, que tuvo mujer que lo abandonó, que había encontrado su lugar allí en esa estancia donde pasaba sus días como casero. A mí me decía “Don Pablo” y su forma de mostrar afecto era invitarme con asado o algún guiso antes de que los demás empleados vinieran a comer. En esa época yo había leído “Don Segundo Sombra” la obra de Ricardo Guiraldes que justamente habla de la relación entre un gaucho, Don Segundo, y un joven, el propio Guiraldes. Y yo quedé prendado de esa historia y esa relación como si la estuviera viviendo.
Regino no sabía leer ni escribir, en su época no se iba a la escuela, se los educaba para trabajar desde niños. Era un hombre de campo curtido por los soles y el frío, sus afectos eran dos caballos que él peinaba y cepillaba los fines de semana, no los montaba, pasaba las horas acariciándolos, eran como sus hijos. Me acuerdo de acercarme a él cuando estaba en esas tareas y haberme quedado a su lado los dos en silencio, rato, con el ruido del viento a nuestro alrededor y la cadencia del cepillo sobre el lomo del animal, repetíamos ese rito varias veces. Ahí creo que sellamos nuestro vínculo, pocas palabras, mucho silencio. Esos misterios que tienen las relaciones. Yo sería para él un nenito bien de la ciudad pero sentía que tenía la generosidad de darme un espacio en sus afectos y yo correspondía con respeto y admiración. Aprendí mucho de ese hombre cuya vida anónima y sufrida disfrutaba cada mañana de estar vivo y de peinar sus caballos.
Un día tuvo que ir a la ciudad a ver un oculista, lo llevamos y yo fui el encargado de hacer de lazarillo. Mi tío, su patrón, me previno: no lo dejes entrar a ningún bar porque se pone a tomar y se emborracha. Así que lo acompañé al médico, caminaba por la calle con ojos de asombro frente a todo, hacía 20 años que no salía de la estancia. Lo llevé a tomar un helado en la plaza principal, no sabía lo que era, y cuando lo probó me dijo como un niño chico” está frío”. Nos teníamos que encontrar con mi tío a las cinco en la plaza para volver al campo. Me parece ver su carita de niño travieso son esos ojos grises vivaces y pedirme permiso para ir al bar “a ver si veía algún conocido”. Él pidiéndome permiso a mí, casi un niño, él, que soportaba los fríos de julio, la soledad del campo, la burla de los otros peones, él, que siempre recibía órdenes y quejas por la comida, él, que no tenía a nadie en este mundo más que dos caballos, ¿pidiéndome permiso? Claro Regino, vaya que lo espero en la puerta. Total que entró se tomó sus buenas grapas y salió tambaleándose al rato. Muerto de vergüenza. Creo que ahí sellamos nuestro pacto de amistad. Mi tío me rezongó y la penitencia fue irme a dormir temprano, una pavada que soporté con honor. No le dije nada a Regino de la penitencia. Pasaron unos días y una mañana me hizo señas y llamó, “Don Pablo” me gritó.
-que pasó Regino?
- Tengo algo para usted- me dijo- venga.
Lo seguí y me llevó a su cuarto, entró y salió con algo en las manos.
Quiero que lo tenga usted- me dijo. Yo lo usaba de joven, pero ya no monto. Era un rebenque bien trenzado. Se me hizo un nudo en la garganta y le dije gracias y extendí mi mano para que me la apretara y sentí sus callos, todos los años de trabajo duro, todo el afecto que alguien puede dar.
Ese fue el último verano que lo vi, desavenencias familiares me distanciaron de la familia y jamás volví al campo. Un hermano mío que siguió yendo me mandaba sus saludos siempre.
Se murió Regino, me dijo la voz de mi hermano al otro lado del teléfono. Lo encontraron con el hacha en la mano, estaba cortando leña y se le partió el corazón.
Ahora, que soy yo el que vivo ese silencio que aprendí a apreciar y querer con Don Regino, lo traigo a mi mente y digo, la pucha viejo que paz me trae tu recuerdo.